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Don José María Jimeno Jurío, nació en Artajona el día 13 mayo de 1927. Ha publicado diversos trabajos de investigación histórica. Colabora en las revistas "Principe de Viana", "Fontes linguae Vasconum", "Cuadernos de atnologra y etnografia de Navarra" y otras Su nombre es familiar entre los lectores de nuestra colección
DL.SS 17/78.ISBN 84.235.0299-8
TEMAS DE CULTURA POPULAR
Por
José María Jimeno Jurío
DIPUTACION FORAL DE NAVARRA Dirección de Turismo, Bibliotecas y Cultura Popular, PAMPLONA
El valle de Guesálaz, al nordeste de la merindad de Estella, debe su nombre vasco a las aguas salitrosas que alimentan las eras de Salinas de Oro y el río Salado, afluente del Arga en Mendigorría, después de haberse remansado en tierras fronterizas con e1 contiguo valle de Yerri. La depresión está circundada por montañas semipeladas y cordales ásperos que proporcionan una fisonomía especial a este rincón del reino, sembrado de aldeas despobladas, cuajado de ermitas y pueblecitos diseminados por crestas o acurrucados en las faldas de los montes.
El triángulo habitado más meridional, entre el embalse de Alloz y el antiguo valle de Mañeru, está formado por Lerate, Irurre y Garísoain. Hoy son estos pueblos una pobre sombra de lo que fueron. La historiografía navarra silencia con avaricia el nombre de nuestra población, que no veremos citada en el Diccionario de Antigüedades de Yanguas y Miranda, ni en otras obras clásicas. Sin embargo fue un lugar relativamente importante dentro del valle. Los no menos de treinta y dos vecinos que tenía hace poco más de medio siglo, han quedado reducidos a cuatro familias residentes durante los últimos años.
Es penoso ver sobre el espinazo de la serreta que baja de los montes de Guirguillano hacia Lerate tanta casa noble, armada con escudos nobiliarios barrocos, semi abandonadas en los flancos de las tres calles paralejas confluyentes en la iglesia parroquial y su cementerio, como señalando un destino fatal de muerte y esperanza.
Garísoain es sagrario de tesoros arqueológicos, históricos y artísticos, y museo de la obra mejor salida de la gubia del escultor Bernabé Imberto.
Durante los primeros siglos de nuestra era, las gentes que poblaron esta zona del curso medio del Salado aceptaron de buen grado la cultura romana. Una vía importante unía Pompaelo con las tierras del valle del Ega, siguiendo la cuenca del Arga por la val de Echauri, escalando luego la montaña de Arguiñáriz, descendiendo hacia Lerate y salvan- do el río por un puente romano de tres ojos, que vio y de- nunció el padre Escalada y hoy permanece anegado por aguas y Iodos del embalse. Un buen trecho de la primitiva calzada sigue luciendo su firme de piedra en el alto de Guirguillano, junto a la carretera, y es tradición popular que un ramal se prolongaba más allá de Andía por la Barranca del Araquil. Los pobladores de habla vasca no desdeñaron la lengua culta importada desde el Lacio. Aquella religiosidad innata y buen talante que los analistas navarros atribuyeron a los vascones, es cualidad palpable entre los pobladores de Guesálaz durante la romanización. Lo atestiguan dos aras votivas halladas en Lerate, otra en Arguiñáriz y dos más en Garísoain. Las gentes, paganas durante los siglos primeros de nuestra era, rendían culto a una divinidad femenina llamada Losa o Loxa, honrándola con altares.
Dentro del término de Garísoain hemos tenido la suerte de hallar dos pequeños monumentos de esta época. El descu- brimiento del primero ocurrió el 23 de junio de 1967, cuando e! párroco don Jesús Ancín me habló de la ermita de San Quiriaco, emplazada sobre un pliegue rocoso, el mismo en que fue alzada la presa del embalse de Alloz. Facilitaban el acceso a la desaparecida ermita unos peldaños tallados en la roca viva. Muy cerca hubo un covacho natural. El ara estaba dentro del templo, utilizada como aguabenditera. Rota la parte superior, invertida la pieza, la base había sido vaciada para depositar el agua. Lleva esta inscripción:
DOMITI VS.MR CELLVS V.S.L.M.
DOMITIUS MARCELLUS V(otum) S(olvit) L(ibens) M(erito), que viene a significar que un Domicio Marcelo cumplió gustosamente su voto. El ara, que mide 0,29 metros de alto, 0,32 de ancho y 0,21 de grueso, se halla expuesta en el Museo Diocesano de Pamplona.
Durante una de mis visitas al pueblo el sábado 9 de noviembre de 1974, el señor alcalde me mostró una piedra empotrada desde hace unos treinta años en el muro de una construcción, propiedad de la viuda de don Antonio Irurzun, sita en la calle Mayor. Es una pequeña estela, con una altura total de 0,47 metros, 0,205 de ancho y unos 0,16 de fondo. Conserva en la parte superior el círculo característico para depositar las ofrendas, y su inscripción va en tres líneas parcialmente ilegibles.
...A.B.PAT ...ABV V. S.
En la primera línea leemos algo que puede ser eJl «nomen» del oferente, «PAT(ernus>, cuya existencia en la zona está confirmada por una de las aras de Lerate, dedicada a Losa por «Aemilia Paterna». La fórmula del ofrecimiento, en la tercera línea, queda reducida a las siglas V(otum) S(olvit). La pieza puede proceder de alguno de los puntos del término donde antiguamente hubo algún lugar cúltico, primeramente pagano y luego reemplazado por una ermita.
El hecho de que estos pequeños monumentos se hayan conservado en ermitas erigidas en alturas revela por una parte la penetración relativamente tardía del cristianismo, y confirma la tesis de que llegada la nueva religión, los vecinos siguieron respetando unos lugares sacralizados, que luego dedicaron a los santos, continuando en aquellos puntos las prácticas religiosas y las romerías.
Los vecinos han venido conservando con amor y respeto las viejas tradiciones. Pese a que en 1584 prohibió don Pedro de Viguria «que nadie pueda hacer bacarre en la iglesia ni en el cimiterio de ella, ni comer ni beber en ella, so pena de excomunión», y de que en 1646 volvió a prohibirse «que tañan juglares en lugar sagrado quitando la devoción», los garisoaindarras continuaron durante cuatro siglos más celebrando en el «cimiterio», delante de la portada románica del templo abacial, la magna hoguera nutrida con abarras y sarmientos durante la noche del 7 de septiembre, víspera de las fiestas patronales, mientras a su derredor danzaba la juventud y obsequiaba el concejo a los hombres con vino, en un rito arcaico y familiar. A las fiestas de la Virgen de septiembre no les quitaron alegría las prohibiciones de las autoridades eclesiásticas, como aquélla de don Diego Benito de Soria en 1722: «Que en las megetas no permitan que el juglar o gaita ande por el lugar después de toque de las ave marías, pena de excomunión». Han perdido el color y el bullicio de antaño por culpa de la ausencia masiva del vecindario y otros condicionamientos.
Ya no hay mayordomos ni mayordomas para inaugurar el baile en las eras de arriba, ni se obsequia a los músicos a media tarde con el chocolate de rigor, ni se oyen alboradas madrugadoras rondando la casa del alcalde, de las mozas y del señor abad, de aquél don Máximo Navarcorena, que aquí rebasó injubilado los noventa años.
Nadíe recuerda cómo llegaban y qué hacían en sus reuniones las brujas del contorno junto a la fuente de «Sorguiñiturri», hoy purificada incluso en el nombre -«Saniturri»-, y cuyas aguas han sido traídas hasta el pueblo.
Agoniza el folklore invernal, tan rico ayer en ritos de abolengo milenario. Ha muerto la bella costumbre, muy arraigada en los dos valles hermanos de Yerri-Guesálaz, de salir los mozuelos a postular por las casas, felicitando las Pascuas y el Año Nuevo por Navidades, cantando una copla cuyo euskera original ha quedado adulterado después de tan-tos lustros de olvido de la lengua madre. Jornada, copla y protagonistas eran designados con el nombre de «Gogona» (Buen deseo) en casi todos los pueblos. En Garísoain quedó reducida finalmente a un trabalenguas en el que se adivinan intenciones para celebrar el nacimiento del Señor.
Los de la Goná
Sortodela Jaun oná Orí, orí,
Sortodela Jaun oní.
Aguilando, aguilando,
Buenas Pascuas, Buenos Años.
Aquí estamos cuatro, cantaremos dos,
una limosnica por amor de Dios.
Tampoco se bandean las campanas durante las noches de Santa Agueda, San Juan y San Pedro, y cada vez que había un difunto en el lugar, como se hacía durante todo el siglo XVI.
Desaparecieron los duleros y cabreros, y con ellos la celebración del Andekunde el jueves anterior a carnaval y al miércoles de ceniza. Con este nombre, relacionado indudablemente con la voz vasca «Andrekunde» y con la fiesta castellana del «Día de comadres», fue conocida la jornada en todo el valle de Guesálaz. Como en otras muchas partes de Navarra, era el día de los pastores. Recorrían las casas poniendo en las alforjas portadas por sus jumentos la limosna foral de tocino, chorizo, huevos, pan y vino. Luego dejaban el botín en la despensa, seleccionaban una buena porción, y marchaban al alto de Arradia para celebrar el andekunde con olor, sabor y alegría de rancho campero.
Hace mucho tíempo que desaparecieron los carnavales; antes que en otros pueblos del municipio. Posiblemente fue debido al celo de algún abad. El único resto de las celebraciones de carnestolendas fueron las orejas y patas de cerdo, reservadas para comerlas como plato típico de la jornada.
Pasadas las penitencias cuaresmales y el gozo pascual de la Resurrección, la primavera fue un incesante peregrinar de letanías y rosarios por los caminos, cuando todavía estaban en pie las ermitícas. Bendecidos los campos, había que recoger ramos de flores el día de San Pedro Mártir (29 de abril) para llevarlos a la iglesia, recibir la bendición, y guardarlos con fines preservadores contra incendios, enfermedades y otros males.
La fiesta más popular y simpática del verano, antes de comenzar las duras tareas de la siega y de la trilla, era la noche de San Juan. Desde el día del Corpus guardaban en montones los juncos desparramados por las calles para servir de alfombra fresca y resbaladiza al Santísimo Sacramento. Pisados por el sacerdote portador de la custodia, estaban impregnados de bondad y potenciados para llevar salud en su llama y humo, en las hogueras del 23 de Junio. Cada familia encendía su fogata protectora delante del portal, mientras los niños corrían por las calles en rápida e informal procesión, saltando sobre los fuegos. De madrugada, antes de que se asomara el sol por encima de los montes, había que recoger los «sanjuanberales» (San Juan belarrak = hiert,as de San Juan), nombre dado antiguamente a una planta ya su flor. Los ramos, bendecidos en la misa del día 24, tenían virtud contra las tronadas, los rayos y muchas otras cosas más.
Llenaban los veranos madrugones continuos, sudor, esfuerzo, sed y polvo, y prisas por ver metida la cosecha en los graneros y pajares. Porque un mal nubarrón, como aquél del día de San Pedro de 1708, podía malograr los trabajos de todo el año y el pan del siguiente. Los conjuros eran entonces recurso angustiado, tremendamente vital. Mientras sonaba la campana, las mujeres corrían al templo con las velas que ardieron el jueves santo delante del monumento, para rezar a Santa Bárbara bendita, mientras el sacerdote conminaba en el atrio al espíritu del mal, inquilino en las nubes, para que huyera lejos, respetando campos, casas y habitantes. El pueblo tenía bien ganadas las fiestas del 8 de septiembre, y eran distensión en los quehaceres y preocupaciones la mesa, el juego, el canto y el baile.
La caída de la hoja, la muerte de la naturaleza, evocó en el corazón de los humanos la caída y desaparición de algo más querido, los propios difuntos. Noviembre se convirtió así en el mes de las ánimas, inaugurado con la solemnidad en honor de Todos los Santos, los sufragios por los seres queridos y el ritual de ofrendas de pan y cera en memoria y salvación de los antepasados.
El otoño comportaba otras muertes y sacrificios muy distintos, enmarcados por el calor hogareño y un 'clima festivo y laborioso: la matanza del cerdo -«el matacochos»-, con el intercambio ilusionado de unos presentes frescos, sugestivos, hechos de lomo, costillas, tocino, morcilla, higadico y hueso. Protocolo fundamental y expresión de amistad y unión inquebrantable entre los miembros de la familia y las mejores amistades.
Así vivió este pueblo de Navarra durante siglos, mientras la economía discurrió basada exclusivamente en la agri- cultura y la ganadería. Luego vino la industria metiendo nuevas inquietudes y formas de vivir. La juventud quiso ganar un pan más seguro y menos amargo que aquél que comieron o dejaron de comer sus padres, y comenzó la despoblación masiva, el cierre de las casas solariegas, el trabajo de la hacienda desde lejos, las visitas en determinadas ocasiones al lugar donde vivieron y murieron los antepasados.
A cualquier navarro medianamente conocedor del arte de nuestra tierra, el apellido Imberto le trae recuerdos de unos escultores estelleses -Juan, Pedro, Bernabé-, que dejaron constancia de su talento artístico en numerosos retablos, como discípulos aventajados de un maestro señero, Juan de Anchieta.
La familia y su legado artístico no han tenido hasta hoy en Navarra un enamorado que haya seguido sus pasos con impaciencia y tesón, profundizando en su intimidad familiar para ofrecernos unos datos biográficos fundamentales. -Están por estudiar sus relaciones familiares y artísticas, la organización laboral de sus talleres, la influencia ejercida sobre otros oficiales formados como criados a sus órdenes, los sistemas y condiciones de aprendizaje, la ordenación cronológica de su obra, con las aportaciones documentales de licencias, contratos, tasaciones, previa una labor depuradora de los trabajos que se les viene atribuyendo, su irradiación en la geografía local, el intercambio de obras con otros talleres, la procedencia de ciertas esculturas que acusan con evidencia en sus retablos gustos forasteros a los usados dentro de la familia, y otros aspectos que confiamos han de quedar aclarados un día como tributo y homenaje merecido al arte de los maestros.
Los Imberto merecen que su patria -Estella y Navarra- les dedique mayor atención, a fin de que podamos conocer su verdadera historia, humana y artística, en un estudio pleno y maduro que será un mundo de sorpresas. Lamentablemente, los datos que sobre ellos han venido publicándose no pasan de ser escarceos superficiales, plagados de errores en la cronología biográfica y en los trabajos atribuidos. Uno de los éxitos de R. M. Cadena fue descubrir la existencia de Juan III, identificado hasta entonces con su padre Juan II.
No pretendemos aclarar tanta incógnita como hemos apuntado. En primer lugar, porque no hemos profundizado en el estudio monográfico de los artistas. Sin embargo, una labor de archivo realizada personalmente puede proporcionar notas inéditas y datos que permiten fijar mejor la cronología y corregir algunos errores en que incurrió Tomás Biurrun y que vienen siendo universalmente aceptados.
Juan I es el fundador de la dinastía en Estella. Suele ser presentado como un joven que se ofrece en 1563 a realizar el retablo mayor de la parroquia de San Juan Bautista de dicha ciudad, adjudicado a Pierres Picart y terminado por Juan. Es autor también de los retablos mayor y colaterales de Abárzuza. El año 1589 viene señalándose como el de la muerte del maestro.
Juan Imberto tuvo al menos cuatro hijos: Pedro, Juan II, Bernabé y María. La parroquia de Garísoain proporciona las primicias del entallador e imaginero-escultor en un retablo hecho en 1555 para la desaparecida iglesia románica, junto con las primeras firmas conocidas de Juan Imbert o Imberte. Del retablo y su autor nos ocuparemos más adelante.
Aunque se le menciona como entallador y escultor, suele preferir el primero de los oficios. En el estudio de su obra y de la de sus hijos será preciso tener en cuenta la mutua colaboración durante las décadas finales del siglo XVI, antes de la muerte de Juan, para descubrir la parte que a cada uno corresponde en los distintos elementos.
Además de sus trabajos en las iglesias de Garísoain, San Juan de Estella y Abárzuza, conocemos su actuación en la parroquia de Muzqui (Guesálaz). El año 1579 fueron abonados ocho ducados a Juan Imberto, entallador, que hizo dos escaños y balustres del antepecho del coro. Poco después, el 19 de junio de 1582, el obispo don Pedro de la Fuente mandó hacer un retablo pequeño para San Sebastián, cuyo precio no debía sobrepasar los cincuenta ducados. Juan Imberto lo tuvo terminado a comienzos de 1584, corriendo inmediatamente con su decoración el pintor Juan de Segura, vecino de Estella, tasándolo en 1585 el pintor Antonio de Aldaz.
El pequeño retablo consta de un banco liso, repintado modernamente, casa central de arco de medio punto cobijando la escultura del titular, dos pequeñas calles laterales enmarcadas exteriormente por columnas estriadas sosteniendo el entablamento, y ático. La architería, con angelotes desnudos en los frentes de los pequeños sota bancos laterales y cabezas aladas de ángeles en el friso superior, entran de lleno en lo romanista. La talla del mártir es magnífica por el patetismo logrado en el movimiento del cuerpo, la tensión muscular y el gesto del rostro mirando al cielo. A sus lados se efigian en altorrelieve las santas Bárbara y María Magdale. na. En el ático, a los lados del relieve de la Piedad en casa rectangular, van dos esculturas exentas de santos, de buena factura. El retablo conserva la policromía original, excepto en algunas partes.
Pedro Imberto fue el primogénito y heredero de su padre, y profesando también el oficio de entallador, lo que parece requerir la colaboración de otros maestros escultores, posiblemente sus hermanos Juan y Bernabé, en las obras contratadas por él. Su muerte se dice acaeció en 1698.
De su obra conocemos solamente las noticias que dio Biurrun; son la sillería coral de Allo, contratada en 1597 según traza de Juan de Anchieta, y el retablo mayor de Ganuza, aunque la calidad de una parte de la escultura de éste permiten sospechar otras manos. María Concepción García Gainza exhumó entre las últimas obras del ensamblador el retablo de Murugarren (Yerri), inacabado al fallecer el maestro y terminado por cuenta de su viuda Ana Varón. En 1596 intervino como tasador del retablo de Cábrega, obra de Juan de Troas, según la mencionada profesora.
De su matrimonio con Ana Varone o Varón tuvo seis hijos, los cuatro últimos hembras. El bachiller Niuin, vicario de la parroquia de San Juan de Estella, debía tener amistad especial con los esposos. Al redactar la partida de bautismo del primogénito Lucas, celebrado el 25 de julio de 1585, rompió ton todas las formalidades protocolarias y estampó al pie de la partida este deseo: "Dios le haga su siervo-. Si los votos del bachiller se cumplieron, no lo sabemos. Lucas Imberto fue escribano real, y trabajó muchísimo por los pueblos de la meríndad.
El segundogénito del matrimonio Imberto-Varón se llamó Vicente. Como "Vincentio Imberto" figura en su partida bautismal, el 25 de enero de 1587. Contrajo matrimonio a los treinta y cuatro años con Bernabela de Allo, vecina de Estella, el día de San Andrés de 1621, falleciendo año y medio después. Posiblemente siguió el oficio de su padre, colaborando con él.
Las cuatro hijas fueron Ana (1590), que debió el nombre a su tía y madrina, la esposa de Bernabé Imberto, Catalina (1591), casada en 1620 con Gonzalo de Salinas, natural de Garísoain, otra Ana ( 1593) , y la menor, Fausta ( 1596) .Su padre falleció poco después.
Juan II fue el primero de los hermanos que contrajo matrimonio. Lo hizo con María de Aguerri o Aguirre. De sus cinco hijos conocidos, el mayor siguió la carrera de abogado, falleciendo poco antes de 1603 y legando sus bienes a su hermano Juan III. Los otros hijos fueron Juan (1579), Pedro (1581), Domingo (1586) y María (1589).
R. M. Cadena deslindó las figuras y la obra de los dos Juan Imberto, hijo y nieto del fundador del clan estellés, adjudicando a Juan II los retablos de Arteaga, San Pedro de Lizarra (Estella), contratado el 6 de mayo de 1581 y tasado en 1601 por Juan de Gastelúzar y Bernabé Imberto, Salinas de Oro, Muzqui, Izurzu y OJlobarren, estudiados por García Gainza en su magnífica obra «Escultura romanista en Navarra».
A estas noticias queremos añadir unas aclaraciones en relación con los retablos de Izurzu y Muzqui. El primero no fue obra de los Imberto. Fue comprado a Juan Ros de Sara-güeta, vecino de Pamplona, en 1579, fecha en que comenzó o percibir su importe de ciento tres ducados, en que lo tasó un pintor anónimo cinco años después, según leí en el libro primero de fábrica de la parroquia.
La obra de Juan Imberto en la iglesia de San Andrés de Izurzu se limitó al sagrario, en virtud de una orden dada en agosto de 1598 por el visitador don Felipe de Obregón, quien, por cierto, lo encomendó a Martín de Elordi, escultor vecino de Arazuri. Realizado inmediatamente por el escultor estellés, percibió poco antes de morir los veintinueve ducados en que fue tasado. Lo decoró el pintor don Cristóbal de Heredia, valorando la pintura Sebastián de Zárate.
El retablo mayor de Muzqui nació como consecuencia de una disposición de don Alonso de Asiego y Ribera, el 3 de octubre de 1584, por la que mandó no sobrepasaran de un total de doscientos ducados, recomendando al abad que quitara de la pared «aquellas figuras de los dos ladrones y una manera de Crucifijo que está entre ellos, porque las dichas figuras están indecentes y no provocan a devoción". Debía tratarse de un Calvario de gusto plateresco, quizás anterior, que no satisfacía los gustos de la época.
Por los años 1590-1592, Juan Imberto, escultor, percibía dinero a cuenta del retablo mayor que iba realizando. En las cuentas primiciales observamos cierto confusionismo en relación con los trabajos realizados por el padre entallador y el hijo escultor. El primer Juan debió hacer el retablo de San Sebastián, los cajones para la sacristía, puertas y ventanas para la iglesia y la casa abacial, cuatro escaños, unas andas para la Virgen del Rosario y un féretro para los difuntos, valorado todo en 1.343 ducados por el escultor estellés Pedro de Troas el 26 de noviembre de 1596.
Indudablemente se da una colaboración entre el ensamblador y su hijo Juan II, autor del retablo mayor. Este tuvo arrendada la primicia durante los años 1598 a 1600. Desde agosto del últímo año percibe los créditos Juan Imberto, hijo y heredero del maestro, y desde 1620 hasta la liquidación final de la cuenta en 1625, Juan de Salinas, familiar del Santo Oficio y cesionario de Juan. Fue decorado por Miguel de Armendáriz, vecino de Pamplona, tasando su obra en 17.022 reáles, los pintores Juan Ibáñez y Juan de Astíz, estellés avecindado en Asiáin (1652).
El año 1599 fue trágico para la ciudad del Ega, y especialmente para la familia de Juan II Imberto. La peste hizo su aparición por el mes de marzo. Entre sus víctimas se contaron Juan II, su esposa María de Aguirre y la hija menor, María, entonces de diez años. Recibieron sepultura junto a la sacristía nueva, fuera del templo parroquial. El 15 de diciembre de 1603 fueron trasladados sus restos a la tumba familiar dentro de la iglesia de San Juan, celebrándose solemnes exequias.
De Juan III se dice que nació en 1584 y que en 1601, muerto su padre, se ausentó de Estella durante mucho tiempo, regresando en 1614, año en que contrató dos colaterales para la iglesia de Cirauqui. Empecemos corrigiendo la fecha de nacimiento. La partida de bautismo, al folio tres del libro de bautizados del archivo parroquial de San Juan, dice textualmente: «A 13 de setiembre de 1579 se batizó Juan de Inberto hijo de Juan de Inberto y de María de Aguerri, y fueron sus padrinos Juan de Inberto y Graciana de Aguerri", abuelo y tía del neófito.
Tenía veinte años cuando sobrevino la tragedia familiar el año de la peste (1599). El huérfano huyó de la ciudad y permaneció un tiempo alejado del reino, probablemente en Valladolid junto al maestro Gregorio Hernández. Al cabo de cinco años lo encontramos en su casa, contrayendo matrimonio el 10 de enero de 1605 con Violante de Azcona en la iglesia parroquial de San Miguel y oyendo misa de velaciones el mismo día en la de San Juan.
Formado en el taller familiar con su padre y su tío Bernabé, acusa en su evolución artística una tendencia decidida hacia el barroco, muy clara en sus obras más avanzadas. Le son atribuidos los retablos laterales de Cirauqui, contratados en 1614 junto con el ensamblador Fermín de Arbizu, el mayor de Echarren de Guirguillano (1618), y el de San Benito de Estella. Unido a Juan de Zabala hizo el de Galdeano.
Hacia 1616 según Biurrun, y el de Sesma, contratado en 1625 y tenido como su obra maestra, un retablo para el arca de San Veremundo en Irache, y el mayor de Villatuerta, obra póstuma del escultor, realizada con Lorenzo de Lodosa a mediados de siglo, según noticia de Cadena recogida por García Gainza, la cual menciona la intervención de Juan como tasador de los retablos de Ciriza (1639) y los de Obanos (1648).
Añadiremos a estos datos las tasaciones del sagrario ejecutado para la parroquia de Santiago de Puente la Reina por dos maestros de Asiáin, el ensamblador Martín de Orella )' el pintor Juan de las Heras mayor, hecha con Lucas de t>inedo en 1631, del retablo de Gazólaz y del mayor y laterales de Adiós.
La autora de la «Escultura romanista» considera el retablo de Gazólaz como una de las obras últimas de Martín de Echeverría, dando como fecha el año 1648, cronología que revisamos a la luz de nuevos datos. En virtud de licencia expedida el 8 de enero de 1625 en favor del mencionado ensamblador, fue firmado el contrato el 6 de mayo de 1635, comprometiéndose Martín a terminarlo en el plazo de seis años. Cumplió a tiempo el compromiso. El 22 de abril de 1641, el vicario general nombraba tasadores del retablo viejo al arquitecto Martín de Orella y al escultor Gaspar Ramos, con el fin de cargar su importe al crédito que debía percibir Echeverría. Dos años más tarde, don Martín Cruzat nombró tasador por parte de la iglesia a Juan Imberto, quien, junto con el arquitecto Juan de la Hera, designado por Echeverría, valoraron la obra en 1.434 ducados. Su decoración corrió a cargo de Juan Andrés de Armendáriz.
El mismo ensamblador Martín de Echeverría hizo entre los años 1631 y 1646 el retablo mayor y un colateral para la parroquia de Adiós, tasados por Juan Imberto en 2.778 ducados y seis reales, el 2 de julio de 1648. Pintando ese retablo falleció Juan de las Heras mayor diez años después.
En cuanto al retablo de Villatuerta, el libro de fábrica parroquial proporciona numerosos detalles sobre los autores, sin que hayamos visto mencionado al entallador Lorenzo de Lodosa. La orden de construcción del actual data de 1640. Fue confiado a Pedro Izquierdo, escultor y entallador, entregado a su tarea durante los años 1642 y 1645. Más tarde (1653) pidió la colaboraci.ón de Juan Imberto. Durante un trienio el escultor estellés fue percibiendo cantidades a cuenta de la obra de escultura del retablo principal que va haciendo para dicha iglesia. Entre tanto policromaban la obra los maestros pintores y doradores Miguel de Ibiricu y Juan Ibáñez, contra los que entabló la parroquia un largo proceso que llegó hasta Roma. Muerto Juan Imberto, en agosto de 1661 perciben las restanzas sus hijas y herederas Catalina y Josefa.
Es el artista más destacado del clan, tanto por el número de obras conocidas como por su calidad. Tendremos ocasión de saborearla en los retablos de Garísoain. Su biografía suele cerrarse entre los corchetes de su nacimiento y muerte: 1562-1632. No hemos comprobado la primera. la segunda es erróea. Se dice también que estuvo casado con María López de Ganuza, hija o hermana del escultor pamplonés Miguel López de Ganuza. Tampoco es cierto.
Por el testamento del escultor, formalizado en febrero de 1631, pocos días antes de morir, y exhumado por Tomás Biurrun, eran conocidas sus actuaciones en Murillo de Yerri, Mendigorría, Andosilla, Allo, Cárcar, Mañeru, Garísoain y Echávarri. A éstos añadió Cadena los retablos de San Miguel de Alloz, Santa Engracia de Lácar y Santa María de Eguiarte, y García Gainza el de Enériz y una talla de San Juan Bautista para la iglesia de Artajona, que dimos como existente en un retablo del Cerco, en el folleto dedicado a la villa en la colección de Temas de Cultura Popular. Florencio Idoate publicó la noticia de un arco triunfal levantado por los hermanos Juan y Bernabé con motivo de la llegada del rey Felipe II a Estella el 17 de noviembre de 1592.
La profesora García Gainza señala las actividades de Bernabé como tasador de los retablos de Echarri de Echauri (1599), Egüés, sillería del coro de Mués en la\Berrueza, sagrario de Ayegui y retablo de Cábrega (1602), los de Ujué (1603). Villanueva de Aézcoa (1606), Iturgoyen y colaterales de Tabar, dedicando varias páginas de su obra al análisis de los retablos más representativos del maestro.
A las relaciones anteriores añadiremos el retablo de Arbeiza, los cuatro colaterales de Garísoain, de los que nadie se ha ocupado, y una tasación en la parroquia de Azcona (Yerri) el año 1616, por la que abonaron ocho ducados «a Bernabé Imberto, escultor vecino de Estella, por lo que se ocupó de parte de la iglesia en estimar el retablo de la capilla mayor» y dos colaterales hechos por el escultor Martín de Morgota, valorados en 1.182 ducados. El sagrario es obra de Pedro de Zabala, ensamb1ador estellés.
Sólamente nos queda por hacer una rectificación a las aportaciones de Cadena, cuya memoria de licenciatura, titulada «Una familia de escultores de Estella. Los Imberto», conocemos a través de los datos publicados por García Gainza.
La iglesia de Santa María de Eguiarte es la parroquial de los lugares de Alloz y Lácar. Su emplazamiento entre ambos pueblecitos ha venido explicándose mediante la leyenda de la aparición de la imagen de la Virgen a un labrador, y las disputas surgidas entre los vecinos de las dos localidades por su posesión, dirimidas por el procedimiento de construir un templo dedicado a Nuestra Señora en la muga entre Alloz y Lácar. De la iglesia románica, titular de uno de los arcedianatos de la catedral de Pamplona, solamente queda la bella portada y, según noticias proporcionadas por el párroco don Francisco Ancín, la primitiva imagen, camuflada hoy por retoques y trapos que pretendieron convertirla en Santa Engracia.
Lácar tiene una iglesita dedicada a la célebre mártir de Zaragoza; conserva el ábside románico y su estructura sufrió importantes reformas a lo largo de los tiempo. Si primitivamente fue parroquia, desde el siglo XVI es considerada como ermita, dependiente de la parroquial de Eguiarte. Algo parecido sucede con la capilla de San Miguel de Alloz. Sospechamos que aquí puede radicar el error deslizado en los trabajos de Cadena y García Gainza sobre la intervención de Imberto en los retablos de las tres iglesias.
En las cuentas parroquiales correspondientes al año 1619 se anota que Bernabé ha hecho y va haciendo el pequeño retablo de la mártir Santa Engracia para la ermita de Lácar, en colaboración con el ensamblador Juan de Zabala. No he hallado referencias acreditadoras de la actividad del escultor en San Miguel de Alloz. Podemos tener por seguro que no realizó el retablo principal para la iglesia de Nuestra Señora de Eguiarte. El primitivo retablo, muy anterior a 1598, fecha inicial del libro de fábrica donde no se alude a su autor, fue desmontado en 1724 por estar viejo e indecente, y sustituido por el actual, contratado el 29 de octubre de 1763 con Tomás Martínez, arquitecto vecino de Cárcar. Su costo ascendió a 7.150 reales.
En la «Escultura romanista» se dice también que Juan de las Heras intervino en la pintura, dorado y estofado de los retablos de Lácar y Eguiarte, pero la verdad es que del proceso del secretario Treviño, mencionado como fuente de la noticia, y del libro de cuentas de la parroquia, lo único que aparece claro es que Juan de las Heras y su hijo Andrés se limitaron a policromar en 1639 el sagrario, hecho para la iglesia de Santa María de Eguiarte por el escultor Juan de Urra, vecino de Viana. La obra de Urra fue valorada en dos cientos cincuenta y seis ducados, y la de los maestros de Asiáin por Gregorio Gómez, pintor vecino de Estella (1646). Contra su declaración presentaron recurso y siguieron pleito los pintores las Heras.
Añadamos algunos datos más sobre la vida y la familia del escultor. Contrajo un primer matrimonio con Ana de Olazábal, del que nacieron dos hijos Ilamados Pedro y Miguel. El primero fue apadrinado en el bautizo, el día de San Felipe y Santiago de 1589 por sus tíos Pedro y María Imberto. Al segundo, el 13 de septiembre de 1590, Miguel de Urdániz y Ana Varón, esposa de Pedro Imberto.
Estas noticias revelan las buenas relaciones existentes entre los hermanos, reflejadas también por otros documentos. Lo mismo podemos decir de Bernabé con respecto a su sobrino Juan, a quien ayudó eficazmente. Tío y sobrino figuran como testigos en la boda de Isabel de Aguirre con el entallador Juan de Zabala, el oficial más directamente vinculado al taller de los Imberto, celebrada en la parroqia de San Juan el domingo 13 de julio de 1608.
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Nuestro escultor contrajo segundas nupcias con una paisana suya, Francisca de Ganuza. Los esposos asistieron juntos a la boda de Juana Miguel de Lorca con Esteban de Huarte- Araquil, celebrada en la ermita de San Esteban de Estella en 1609. Parece que no tuvieron descendencia.
La enorme actividad desplegada por Bernabé le permitió una situación económica desahogada, muy superior a la de otros artesanos y artistas del ramo en la ciudad. No todos los maestros del oficio tuvieron la misma suerte. Juan de Troas «el Viejo», padre del entallador y escultor del mismo nombre, falleció el 15 de febrero de 1602 sin más sufragios por su alma en el entierro que un nocturno. Por Domingo de Mizquia, ensamblador estellés muerto en 1605, se dijo tan sólo una misa cantada, igual, por ejemplo, que por una mujer burundesa fallecida en casa del escultor Julián de Troas, de la que dice su partida: «Enterróse con una misa cantada por ser pobre», o por un pelaire que finó sus días en casa de Mari Donosa, y cuya mujer había sido criada de Bernabé Imberto enterrado con una misa cantada por ser muy pobre». En el funeral de Julianico de Troas, muerto en 1615 siendo criado del entallador Juan de Zabala, se dijeron cinco misas cantadas, a pesar de ser pobre.
En demanda presentada por el escultor al obispo fray Prudencio de Sandoval, con ocasión de la visita pastoral hecha a Estella en 1617, afirma Bernabé que, para los trabajos realizados en las villas de Allo, Mendigorría, Andosilla y Cárcar, y en los lugares de Garísoain, Mañeru, Murillo de Yerri, Arbeiza y Echávarri, había tenido que tomar mucho dinero a censo y prestado, confiando en que los rectores le fueran pagando la deuda, según lo tenían capitulado en las escrituras de contrato. Pero los curas adquirían nuevos compromisos y empeñaban a sus iglesias en otros gastos, dejando de abonar plazos al escultor y enredándole en pleitos que le obligaban a desembolsos innecesarios. y «ésto lo hacen porque, como tienen pleitos suyos propios en Pamplona, los siguen con menos costa, pues las iglesias les pagan los gastos de sus personas y cabalgaduras». Como respuesta, el obispo expidió una orden a las iglesias mencionadas para que liquidaran sus cuentas con el acreedor.
La denuncia y la reclamación no estaban motívadas tanto por una realidad deficitaria, sino por el deseo legítimo de que párrocos y primicieros no demoraran los créditos excesivamente, pudiendo así redimir los censos y saldar los préstamos.
Bernabé falleció el primero de marzo de 1631 en su casa de Estella. Sus restos fueron inhumados en la sepultura familiar, dentro del templo de San Juan, haciéndoJe solemnes honras, novena y cabo de año, como correspondía a su calidad. Diecisiete días antes había formalizado el testamento. Heredó su fortuna Francisca de Ganuza, muerta repentinamente el 24 de septiembre de 1633. En el acta se hizo constar: «Era mujer muy rica. Heredó su hermano Martín de Ganuza».
La noticia del herencio no es del todo exacta. Martín era el sucesor de quien la parroquia podía cobrar las cien misas que debían decirse por la difunta. Pero los herederos fueron por igual los dos hermanos de Francisca, Martín y fray Sebastián de Ganuza, religioso del convento de la Merced de la ciudad de Estella. Ambos se beneficiaron con el legado económico de Bernabé y de su esposa. Poco después de morir ésta, el prior y la comunidad del convento mercedario nombraron su procurador a Martín para que fuera cobrando las cantidades pendientes en diferentes iglesias de Navarra. El será quien terminará de percibir en 1646 el importe de los cinco retabfos hechos para Garísoain por su cuñado.
Bernabé Imberto trabajó mucho. De la calidad de su escultura dijo Calón Aznar ser la que presenta mayores analogías con Juan de Anchieta. Es uno de los escultores más admirables del romanismo navarro, por la dignidad y equilibrio expresado en su obra, la perfección del modelado y la armonía de la concepción. Para saborear estas cualidades no hay sino visitar la iglesia parroquial de Garísoain. Sus cinco retablos convierten a este pequeño lugar de Guesálaz en museo excepcional del escultor.
Las noticias que acabamos de dar pueden ayudarnos a conocer a grandes rasgos la vida y obra de los Imberto. Lamentamos no poder aportar más datos. Un estudio más amplio será laborioso y difícil mientras no esté ordenado debidamente el Archivo de Protocolos notariales de la ciudad del Ega, donde los investigadores podrán descubrir la documentación precisa para enriquecer un importante capítulo del arte navarro.
Como se ha dicho, el nombre del fundador de la dinastía de los célebres entalladores y escultores estelleses aparece en el escenario artístico navarro cuando en 1563 se ofrece a ejecutar el retablo mayor para la iglesia de San Juan de Estella. Es la fecha de su nacimiento como maestro en la documentación, señalada por los historiadores de la escultura romanista en Navarra.
Las noticias que hoy ofrecemos tienen frescor de primicia trascendente para la biografía de los escultores y para la historia del arte de nuestra tierra. Y es precisamente en Garísoain donde irrumpe maese Juan Imbert como maestro entallador e imaginero, inaugurando su presencia en el reino y la serie de obras conocidas.
Desde 1540, por lo menos, regía la abadía de la localidad un hombre culto, con título de bachiller, don Juan de Salinas. Durante su largo rectorado emprendió varias obras importantes en su iglesia. Para la iglesia románica, todavía existente, habilitó una sacristía que estuvo terminada poco antes de 1554. Por entonces debió encargar a maese Juan de Imbert un retablo, que realizaba en 1555 y terminó y colocó al año siguiente, transportándolo desde Estella. Valorado en trescientos sesenta y dos ducados, el 19 de enero de 1562 certificó .masi Joan de Imbert, entallador, vezino de la ciudad de Estella, que había terminado de percibir su importe.
La indecisión mostrada en la forma de transcribir el apellido, que es Inbert, Inberte», en las firmas de maese Juan, Inbart, Juan del Puyt» para los indígenas, y quizás originariamente Umbert, parece denunciar, además de su origen ultrapirenaico, la llegada reciente del artista y el escaso arraigo que todavía tenía en tierra Estella un sobrenombre que no tardará en castellanizarse y hacerse célebre como Imberto.
Entre los años 1556 en que fue montado el retablo de Garísoain, y 1563, cuando reaparece Juan en la documentación, no debió permanecer inactivo. La exhumación de nuevos datos vendrán a llenar esta laguna. La primera obra conocida de Juan Imbert de Puit no se conserva. Pereció destruida por un incendio una noche de invierno del año 1569.
El templo parroquial de Santa María de Garísoain es un edificio relativamente amplio, de planta de cruz latina, con cabecera semioctogonal cubierta con bóveda estrellada de yesería, crucero con techumbre a la misma altura que la nave, ésta de dos tramos, abovedado con nervatura de terceletes apeando sobre sencillas méllsulas. La bóveda de la capilla mayor presenta una grieta inquietante que precisa de remedio urgente.
La construcción actual vino a sustituir a otro templo anterior románico, del que solamente resta la portada de arco abocinado y semicircular, con tres arquivoltas formadas por otros tantos baquetones, separados entre sí por tilas de puntas de clavos y labor ajedrezada, apeando sobre pies derechos interiores cuyos frentes Se decoran con dos esbeltos pares de columnillas de fuste monolítico y capiteles de flora, y sobre dos pares de columnas acodilladas, rematadas en capiteles de grandes volutas. Parece que originalmente tuvo una espadaña. En 1567 se procedió a levantar un cubierto cerrando el lugar donde estaban las campanas con muro de ladrillo, para que los bandeadores pudieran tañer las campanas sin mojarse.
Cuando el bachiller Salinas acabó de pagar al entallador Imbert, acometió la construcción de una sacristía, terminada en 1566. Llegó entonces girando visita pastoral el doctor Alquiza, y mandó que pintaran las paredes de la iglesia y de la nueva dependencia. Para ello contrataron al maestro Juan de Goñi. Colocados los andamios, los oficiales pintores comenzaron su trabajo al iniciarse el año de 1569. Una noche, allá por enero o febrero, cuando dejaron el tajo para marchar a casa, se olvidaron de apagar el fuego en que calentaban el tarro de la cola y los colores.
El vecindario despertó aterrado. El fuego se había cebado en los tablones y en el retablo mayor, y la iglesia estaba ardiendo por todos los costados. Como consecuencia, quedaron abiertos y calcinados los muros y la bóveda. Vino al poco un comisionado de la curia episcopal, Juan Faule de Aguinaga, para tomar información del suceso. Toda la culpa recayó sobre los descuidados pinceladores.
El dinámico y emprendedor abad no se amedrentó. Inmediatamente requirió los servicios de un cantero, maese Lázaro de Iriarte, para que dijera cómo había que reparar el edificio, procediendo al desmonte de la nave y de una capilla que a la sazón estaban levantando. El pueblo se volcó. Los vecinos trajeron madera del monte para montar los andamios y comenzar la tarea de demolición. El muy eficente abad les obsequió con pan, carne y vino.
Llegó poco después el doctor Alquiza y ordenó que viniera el veedor de las obras del obispado, Juan de Villarreal, para que hiciera los planos del nuevo edificio, cuya construcción debían confiar a un cantero capaz de alzar muros y cubierta del crucero y nave para el primero de noviembre del mismo año. Villarreal dio la traza y tasó en trescientos ducados la piedra de despojo. El cantero Juan de Arriba, casado con Catalina de Arandigoyen, vecina de Guirguillano, comenzó las obras. respetando el ábside románico. Para no perder tiempo y ahorrar unos ducados, el bachiller Salinas requirió la colaboración del vecindario para confeccionar la calera bajo la dirección de Arriba. gratificándoles con cuarenta robos de trigo. El constructor falleció en 1572 sin terminar la obra, que prosiguió haciéndose a jornal.
En una segunda fase, por los años 1581 a 1584, maese Juan de Urbieta, cantero, analfabeto como su predecesor, cilzó la torre-campanario y puso la imposta en el remate de los muros del edificio, lo que da impresión de unidad arquitectónica al conjunto. La cabecera primitiva debía desentonar estridentemente junto a la obra nueva. En 1590 llegó el visitador don Juan Alonso y halló que la iglesia está edificada hasta la capilla mayor ahora, y la capilla mayor es pequeña y antigua y muy oscura y peligrosa, por haberse quemado las piedras cuando se quemó el retablo. La solución más lógica que se le ocurrió fue hacer derribar el ábside y construir nueva cabecera. Maese Juan de Urbieta tomó a su cargo la obra y aprovechó la piedra vieja. Todo estaba terminado para 1595, con la ayuda de Tomás de Segura, vecino de Garísoain, a cuyo cargo corrió la parte de yesería. Urbieta construyó además los estribos exteriores, la sacristía nueva, un conjuratorio, arcos, gradas, altares, rellanos, suelos y toda la lucidura.
Cerrando el antiguo cementerio que rodea el templo parroquial existe un muro de contención en cuya parte oriental, frente a la portada, pueden verse colocadas a modo de albardilla las dovelas de un arco. desmontadas de una de las puertas de acceso al recinto.
A raíz del incendio, el abad encargó la ejecución de un retablo con su sagrario al pintor Pedro de la Torre ya un entallador cuyo nombre desconocemos, quienes terminaron al poco el tabernáculo y algunas esculturas. Vistos los considerables gastos que suponía la reconstrucción del templo, el doctor Alquiza prohibió seguir haciendo el retablo.
Con la mención de las ermitas que antaño existieron en Garísoain no tratamos de distraer nuestra atención de la obra legada por Bernabé Imberto, sino explicar los motivos que indujeron al vecindario y al escultor a dedicar a determinados santos los cuatro altares y retablos laterales, todos ellos titulares de otras tantas basílicas diseminadas por el término de la localidad desde tiempo inmemorial.
El retablo mayor fue erigido en honor de la Natividad de Nuestra Señora, titular de la parroquia. Los dos menores, a los lados del presbiterio, a San Ildefonso y San Cristóbal. Los emplazados en los brazos del crucero al obispo San Ouirico ya Santa Catalina, por más que uno de los abades del siglo XVIII hubiera metamorfoseado la figura de la santa mártir de Alejandría, trocando su tocado original por una peluca postiza para convertirla en «Inmaculada», como sucede también con la escultura de San Pedro en el retablo mayor, convertido en San José mediante trueque de las lla-ves emblemáticas por una vara florecida de azucenas de plástico.
La basílica de San Ildefonso, semi abandonada en 1630, subsistió hasta finales del siglo XVIII en una eminencia señora del valle, al norte del lugar, cerca de la carretera que baja de Guirguillano. Pese a su alejamiento del picacho donde antaño estuvo el pueblecito de Zurundáin, en la ermita del santo arzobispo de Toledo halló cobijo la escultura de santa Catalina, titular de la parroquia del despoblado.
El templo rural más próximo al caserío, al suroeste del mismo y sobre un cabezo del cordal en que se alza hoy la ermita de la Virgen del Pilar, fue el de San Cristóbal, sobre el que hay bastantes referencias documentales. Una disposición de 1630 urgió al vecindario la reparación del inmueble, poniendo puerta y cerradurá, prohibiendo entre tanto celebrar en él misas, procesiones y otros actos de culto, so pena de proceder a la demolición, adjudícando los materiales a quien la derribara, y con la condición de colocar una cruz en el punto donde habia estado el altar mayor. El pueblo la reparó, y diez años más tarde mandó el obispo don Juan Queipo de Llano que los abades, vicarios y clérigos de Lerate, Irurre, Garísoain y Muzqui celebraran las conferencias morales cada viernes en esta basílica. De ahí puede venir el topónimo con que sigue señalándose un paraje próximo, junto al viejo camino: .Capítulo., seguramente alusivo a las reuniones del clero capitular o cabildo.
Amenazaba ruina en 1763, y la techumbre estaba apuntalada. Volvió el concejo a gastar unos reales, subsistiendo 2 principios del siglo XIX cuando giró visita el obispo don Lorenzo Igual de Soria. Recibió entonces la caricia de un blanqueo, fue retocada la escultural del santo, y pusieron puerta nueva. Debió quedar definitivamente abandonada durante la misma centuria, restando actualmente sobre el cabezo ligeros vestigios de la construcción.
San Ouirico, Criaco, Quiriaco o Ciriaco, que así vemos interpretado el nombre del obispo predilecto de los garisoaindarras, es en Navarra un topónimo denunciador de poblados antiquísimos. Junto a San Quirico de Navascués existen dólmenes. Las ruinas del mismo título en Echauri presiden un poblado de la edad del bronce. San Ouirix del Pueyo (Valdorba) no está lejos de un «Gazteluzarra» prehistórico. Sant Ouirís de Eslava (hoy Santacrís), fue un lugar importante durante los primeros siglos de nuestra era. Con estos antecedentes, cuando un día del verano de 1967 me habló de la ermita el párroco de Lerate don Jesús Ancín, la sospecha de que pudiera tratarse de un caso similar quedó confirmada por el hallazgo del ara romana de que ya hemos hecho mención.
La desaparecida ermita ocupaba un paraje privilegiado, sobre la roca dominante de la vallonada de Yerri y del camino de Valdizarbe, lo que debió motivar la elección del paraje como lugar de culto durante la época romana, siendo sustituido por el templo a San Ciriaco, el misterioso señor evocado por este nombre griego.
El pueblo le tuvo mucha devoción; no se limitó a mantener en pie la ermita. Erigió en su honor una capilla en la vieja iglesia, y después uno de los retablos en el crucero.
Santa Catalina era la titular de la parroquia o abadía rural del desaparecido lugar de Zurindoáin o Zurindáin, a cuyos vecinos otorgó fueros Sancho el Fuerte el año 1196. Habitado por tres familias durante la segunda mitad del siglo XIV, debió quedar despoblado muy poco después. La tradición local explica su desaparición como consecuencia de un incendio. Su territorio quedó convertido en coto redondo, propiedad del señor del palacio de Gollano durante los siglos XVI y XVII.
La parroquia mantuvo su calidad de abadía rural tras la desaparición del vecindario. Uno de los abades fue don Lorenzo de Altuna, hermano de Miguel, veedor de obras del obispado, en 1598. Con los diezmos y primicias del territorio debían atender los abades a las obras de manutención del edificio, según repetian los obispos y visitadores continuamente, sin que los beneficiados con los ingresos hicieran demasiado caso. A mediados del siglo XVII fue llevada la imagen y la campana a la ermita de San Ildefonso, donde estuvo hasta 1763.
La única ermita existente hoy es la del Pilar, creada posiblemente después de que Imberto realizara los retablos. La primera noticia, un tanto vaga, data de 1691, y se refiere a la colocación de la imagen de la Virgen «en el sitio», debiendo protegerla con rejas hechas a costa de los vecinos. Desde mediados del siglo XVIII aparece como ermita. El 12 de octubre tiene rango de primera clase en el calendario popular. Continúa en pie la costumbre de hacer hoguera delante del tempo la víspera por la noche; antiguamente los mozos disparaban cohetes, bandeaban la campana y amenizaban la veJada con música. Ese día se dan cita en el pueblo los vecinos residentes fuera, convocados por el cimbalillo de la ermita, por la caza de los montes y el calor de la convivencia.
Merece la pena llegar a Garísoain y entrar en su iglesia para deleitarse delante de la belleza plasmada en la escultura y la policromía de sus retablos, que pasan como lo mejor creado por el genio de un maestro.
Un día de junio de 1595, cuando maese Juan de Urbieta realizaba la cantería, llegó al pueblo en visita don Juan de Guindano. Vio las cinco mesas de altar pegadas a los muros, solas, sin retablos ni imágenes. Tan frío le resultó que, sin tener demasiada cuenta de la deuda contraída por las importantes obras de la fábrica, «mandó que con toda brevedad se hagan hacer retablos en la capilla mayor y colaterales, que sean de precio moderado y que, por tener bastante experiencia de la facultad que en la escultura tiene Bernabé Imberto, vecino de la ciudad de Estella, se le den a él para que los haga», con la condición de que había de llevarse el sagrario viejo y las imágenes de la Virgen y de San Ouiríaco, previamente valoradas.
Concedida la licencia por el ordinario al año siguiente fue firmado el contrato y el escultor comenzó a cumplir su compromiso. El retablo mayor estuvo terminado y colocado en septiembre de 1600. Pablo González, ensamblador vecino de Pamplona, y Juan Miguel de Urliens, escultor vecino de Zaragoza, valoraron la obra en 2.151 ducados.
Sin pérdida de tiempo, acometió la ejecución de los retablos laterales, cuya entrega demoró muchos años por motivos económicos. La parroquia, empeñada con el maestro cantero, iba entregando a éste la mayor parte de los beneficios anuales. Harto Bernabé de tener tantos créditos pendientes de cobro en ocho iglesias de la merindad, presentó reclamaciones al obispo Sandoval en 1617, año en que tomó en arriendo la primicia de Garísoain para comenzar a reintegrarse sistemática mente la deuda. Entonces decidió terminar los cuatro retablos, colocados en sus respectivas capillas para 1620, siendo tasados en 1.090 ducados por el escultor Domingo de Lussa y el ensamblador Pablo González, vecinos de Pamplona.
Fallecido el artista en 1631, y su esposa dos años después, su herencia recayó en sus hermanos Martín y fray Sebastián de Ganuza, beneficiados durante trece años de las restanzas adeudadas por la obra de su cuñado Bernabé.
La concepción arquitectónicá de los retablos, aun dentro de su distinto tamaño. responde a un criterio uniforme, Predomina la verticalidad, lograda mediante la altura de los bancos, la esbeltez de las casas rectangulares, flanqueadas por columnas de fustes estriados en los tres mayores, y la dinamicidad de unas hornacinas en el remate de las calles centrales cuyo arco sobresale por encima de los frisos laterales.
En el retablo mayor, la casa central superior termina en un relieve apaisado de la Piedad, que sirve de soporte a la gran talla de Cristo Crucificado, dedicado a la Virgen. Consta de predela, dos cuerpos y ático, y está dividido en cinco calles verticales. En la central, bajo el expositor moderno, está el sagrario de planta semiexagonal, decorado al exterior con un relieve del descendimiento, y dos historias en los costados. En el primer cuerpo se venera la talla de Santa María sedente y con el Niño sobre la rodilla izquierda. La hornacina superior cobija la escena de la natividad de la Virgen. El cuerpecito desnudo de la niña destaca en el centro, sostenido por cuatro damas. El fondo está ocupado por la cama en que se incorpora santa Ana, acom-pañada por san Joaquín. Los cortinajes del semicírculo bajo el arco sirven de dosel al grupo.
En las calles más estrechas de los flancos, sobre dos medallones con los re1ieves de dos evangelistas, van cuatro esculturas exentas: San Juan Bautista y San Pedro, San Miguel y un obispo, coronadas en el ático por los relieves de David y Moisés, peana de las grandes tallas de la Dolorosa y San Juan. Las calles exteriores, con historias en altorrelieve alusivas a la vida de la Virgen, llevan en el remate sendas casas apaisadas con las efigies de dos Santos Padres de la Iglesia, y dos imágenes de santos sobre ellas.
La escultura no es uniforme. Los modos de Bernabé aparecen evidentes en los evangelistas de la predela. en la escultura del Bautista, de gran fuerza y expresividad, en las historias de las calles exteriores, en la Piedad y el Calvario. Los relieves de la Pasión en la predela la talla del obispo y, sobre todo, el San Miguel, con indumentaria de pliegues angulosos y rígidos, escapan al modo de hacer y al temperamento del escultor estellés.
La uniformidad es mayor en los colaterales. Los del crucero, gemelos en su arquitectura, constan de alta preaela, ocupada por deliciosos relieves de virtudes y santas, separadas por plintos cuyos frentes se decoran con santos y profetas, y dos cuerpos. La calle central, más alta por la solución del arco triunfal, similar al del retablo mayor, está ocupada por escultura exenta, mientras prefiere los relieves en las calles laterales.
El retablo del sur, presidido por la talla de Santa Catalina, lleva en la predela a Santa Catalina y Santa Apolonia, netamente imbertianas, separadas por plintos en que se efigian las santas Engracia, Martina, Ouiteria y otra más cuyo nombre resulta ilegible. A los lados de la titular es- tán Santa Lucía y Santa María Magdalena. En el cuerpo superior acompañan a Santa Bárbara dos santos soldados, uno de ellos San Sebastián. Rompen la horizontalidad del remate dos imágenes exentas.
La distribución del retablo norte es similar. En el banco figuran tres hermosos relieves de virtudes, separados por Jonás, Daniel, Jeremías e Isaías. Flanquean la magnífica escultura sedente del obispo Ouirico los relieves de San Roque y San Lorenzo. En la parte superior, San Pedro Mártir y San Antón hacen compañía aun monje cisterciense, quizá San Bernardo, coronándolo en sus extremos sendas esculturas, como es costumbre en otros retablos de Bernabé.
Los dos retablos menores, a los lados del presbiterio, son muy bellos. Constan de predela, una gran casa rectangular ocupada por relieves casi exentos, y ático. El de San tldefonso muestra en la predela a un ángel soltando las argollas puestas en los pies de San Pedro. La escena de la aparición de la Virgen para investir al arzobispo de Toledo la casulla, está concebida en tres planos; destacan en el primero María, sentada y apoyando los pies en un estrado escalonado, colocando el ornamento al santo con ayuda de un ángel. En el segundo plano contemplan la escena tres ángeles, que dejan ver detrás los elementos arquitectónicos. Se completa con el relieve de Cristo Salvador en el ático
Su gemelo del sur está dedicado a San Cristóbal. Es muy delicada la escultura del ángel ofreciendo el pan al profeta Elías, dormido en el desierto bajo las ramas salientes de un árbol. San Cristóbal aparece representado con rostro barbado muy miguelangelesco. Su indumentaria, con el manto recogido mediante una banda que cruza el cuerpo en diagonal, deja entrever la poderosa musculatura de gigante. Sobre la línea oblicua que forma su cara y el brazo izquierdo, destaca el Niño Jesús, pletórico de gracia y movimiento. El fondo lo constituyen rocas, flores y árboles en bajorrelieve. En el ático se efigia el Padre Eterno.
Además de los cinco retablos, guarda el templo parroquial una escultura de Cristo Crucificado, de autor desconocido que pudo ser realizado en el taller de Imberto, a expensas del espléndido abad bachiller Salinas. Destaca sobre un paisaje ciudadano, enmarcado por columnas. La pintura mural es obra de un artista anónimo hacia el año 1640.
Aunque don Tomás Biurrun estaba convencido de que fue Bartolomé de Uterga el maestro decorador de la obra de Imberto, no fue así. El año 1646, saldada la cuenta con el heredero del escultor, el abad Martín de Ezpeleta y sus feligreses pudieron ver cumplido su deseo de completar con una buena pintura la escultura legada por Bernabé. Para ello se fijaron nada menos que en los maestros Las Heras de Asláin, considerados entre los mejores del reino. Juan de las Heras mayor y su hijo Andrés habían firmado en 1645 la escritura para decorar el retablo de la parroquia de Esténoz.
Poco después, Juan llegó a un acuerdo verbal con el abad y primicieros de Garísoain, comprometiéndose a decorar los cinco retablos en otros tantos años, renunciando a la quinta parte del importe de la tasación. Con estas condiciones dio permiso e1 doctor Martín Cruzat, vicario general del obispado, para formalizar la escritura de convenios (6 de mayo de 1647). El contrato fue firmado doce días más tarde en Pamplona. Es el más oneroso de cuantos hicieron los maestros de Asiáin. Debían comenzar inmediatamente la tarea y concluirla en cuatro años. En el caso de no hacerlo en el tiempo convenido, perderían quinientos ducados, además de la quinta parte del valor total de la pintura. No debían hacer detalles superfluos, so pena de que correrían a cargo de los pintores. Los pagos comenzarían desde el primer arriendo de la primicia, pero tendrían preferencia los gastos ordinarios de la iglesia y otros extraordinarios que pudieran sobrevenir, inclusos los costos de construcción de la nueva casa abacial. Juan y Andrés las Heras aceptaron todo.
Padre e hijo se trasladaron inmediatamente a Garísoain con sus mujeres y criados. Aquí residirán hasta concluir las obras. El equipo de artistas estaba compuesto por no menos de seis hombres: Los dos maestros contratantes, Juan de las Heras menor, hermano gemelo de Andrés, Pedro de Beriáin, maestro pintor natural de Asiáin ya la sazón oficial del taller de las Heras, y dos criados aprendices, los futuros pintores Pedro de Berasáin y Juan de Asteasu. Debieron tomar en arriendo al menos una casa donde vivirán y tendrán instalado el taller. Por el testimonio de una vecina de la localidad, Graciana de Arzoz, criada de los artistas por estos años, sabemos que Andrés de las Heras hizo de sargento en una fiesta o soldadesca celebrada para festejar la función de la cofradía de la Virgen del Rosario. Con respecto al tiempo de duración de las obras existe una gama de afirmaciones irreconciliables en las declaraciones testificales del verano de 1701. El pintor Pedro de Bariáin afirma rotundamente, por cosa cierta y sin duda alguna, que terminaron en dos años y medio, mes más o menos. Por el contrario, cuatro vecinos del pueblo presentados por el abad, prolongan la estancia de los maestros durante más de cinco años. La realidad es que terminaron antes de los dos años y medio, puesto que en noviembre de 1650 se consigna en el libro de cuentas de la parroquia un primer pago a cuenta de los retablos que habían hecho ambos pintores. Para esa fecha, el equipo había regresado al lugar de Asiáin, donde cayó enferma Elena de Aldunate, esposa de Andrés, fallecida el 20 de junio de 1651. Su marido murió medio año después, el 10 de enero de 1652, dejando tres niños pequeños; el mayor, de nueve años, se llamaba Juan Fermín.
Al cabo de medio siglo de firmada la escritura de contrato, cuando los dos artistas habían fallecido. decidieron tasar el valor de la obra realizada por los las Heras. Para ello vino al pueblo Juan Fermín, nieto e hijo de los pintores, y con el abad don Andrés de Iruñuela designaron como peritos a Francisco de Arteta, vecino de Estella, y Juan de Olmos, vecino de Asiáin.
El trabajo de tasación no consistía en echar una ojeada más o menos detenida sobre la superficie policromada, calculando el valor. Montados los andamios, los tasadores inspeccionaban la calidad del dorado y estofado, tomaban medidas de los elementos decorados (columnas, frisos, relieves, esculturas, marcos, arcos y fondos de nichos), adju- dicando a cada uno un precio estimativo y sumando luego todas las partidas. Arteta y Olmos inviertieron doce días en su cometido, declarando que todo valía 53.063 reales.
De regreso en sus casas, Arteta repasó las anotaciones hechas, las pasó a limpio y descubrió un error importante. Habían dejado de sumar una partida de 9.105 reales. Inmediatamente lo comunicó al abad y al compañero de Asiáin, rogando a éste que solicitara permiso del obispado para proceder a nueva declaración, cosa que «aunque ha de causar novedad, no nos hace al caso, sino sanear nuestras conciencias». Olmos lo hizo así, diciendo que «no puedo permitir que ninguna de las partes quede defraudada y mi conciencia grabada». Conocemos las dos cartas, y en ellas demuestran los maestros su honradez profesional y una amistad sincera.
Logrado el permiso, Arteta y Olmos se reunieron en Villanueva de Yerri el 11 de octubre para confesar el error sufrido, añadir la partida omitida y declarar que, según su conciencia, la obra de dorado, pintura y estofado de los cinco retablos ascendía a 62.168 reales, equivalentes a 5.651 ducados y siete reales.
Garísoain tuvo la suerte de haber estado regido durante más de siglo y medio por una serie de abades cultos, letrados, preocupados por el pueblo y la iglesia. Destacaron los abades Salinas, probablemente hijos de casa Apezarren. Su apellido entroncó con el de Imberto por matrimonio de Gonzalo, sobrino del licenciado Juan.
A los desvelos del bachiller don Juan Salinas se debió el contrato de la primera obra conocida salida del taller estellés del primer Imberto en 1555. Durante su mandato sufrió el templo un incendio que fue piedra de toque para demostrar los quilates atesorados en el espíritu del bachiller. Desembolsando muchos ducados de su propio peculio y hacienda, remedió la ruina y abrió caminos a nuevas realizaciones.
Le sucedió el licenciado don Juan de Salinas (c. 1595- 1634), a quien debemos la presencia de cinco retablos, joya del romanismo navarro y de la obra escultórica de Bernabé Imberto. Sus preocupaciones no se limitaron al aspecto material. Antes de morir fundó un arca de misericordia o pósito de trigo, dotándolo con cien robos que debían repartirse cada año entre las personas necesitadas del lugar, para ayudar en la siembra y para otras necesidades, a condición de reintegrar el préstamo en grano, sin creces ni cargas, cuando recogieran la cosecha. Encomendada su distribución a Gonzalo de Salinas, marido de Catalina Imberto, repartió los cien robos el año 1637, pero los beneficiados se olvidaron de devolverlo, por lo que tuvo que reponerlos de su casa.
Don Martín de Ezpeleta fue abad durante treinta años (1634-1664). Terminó de saldar la deuda con el escultor y encomendó la policromía de los retablos a uno de los mejores pintores navarros de la época, Juan de las Heras. Siguió rigiendo la parroquia don Juan de Salina,. tercero de este nombre y apellido (1665-1686), constructor de la nueva casa abacial.
Después de la breve interinidad de don José de Celaya, el 6 de febrero de 1687 tomó posesión de la abadía don Andrés de Iruñuela, nacido el año 1662. Era simple clérigo de órdenes menores al ser nombrado abad. Obtenido el beneficio, en menos de dos meses fue ordenado de subdiácono, diácono y presbítero. Cantó misa el 1 de abril y comenzó a ejercer su ministerio ya desarrollar su vocación de pleiteador .
Don Andrés no legó a la posteridad obras admirables. Prefirió invertír los fondos primiciales, fruto del trabajo y de las privaciones de sus feligreses, en continuos procesos, algunos tan voluminosos como el seguido contra el abogado Lissón, que forma un legajo de 278 folios. Una de sus primeras intervenciones fue demandar judicialmente cincuenta ducados a Juan Pérez de Azanza y María de Salinas, su mujer, vecinos del pueblo y herederos del difunto abad. Azanza demostró que su tío cura había reintegrado la pretendida cantidad en una casulla comprada con licencia del vicario general. Muerto Azanza. su viuda se retiró «por atajar este pleito y gastos», siendo condenada por el vicario general don Juan Guerra a devolver a la parroquia los cincuenta ducados (1692). De los fondos parroquiales salieron los setenta y ocho reales de las costas procesales.
Al mismo tíempo entabló nueva demanda en el obispado contra Miguel Fernández, vecino de Lezaun, «sobre mala voz por un censo de cincuenta ducados de principal» (1691). Más tarde les tocó el turno a Martín de Arguiñano y Pedro de Yábar, vecinos de Cirauqui, demandados sobre pago de primicias.
El quisquilloso clérigo no empapeló solamente a forasteros. Toda la feligresía soportaba y sufría las consecuencias del vinagre que corría por las venas de su cura. Durante la semana santa de 1697 los vecinos protestaron a su modo. Llegado el jueves santo, se negaron a llevar a la iglesia ias telas con que solían adornar el monumento desde tiempo inmemorial. Para remediarlo, Irñuela compró unos lienzos pintados «para el sitío y adorno del monumento que se pone en la iglesia, por no dejar el lugar a quien diese los paños, como en otros años». Su importe, setenta y siete reales. quedó cargado sobre las cuentas parroquiales, en definitiva sobre los vecinos. Pero el desquite revelador del descontento quedó patente.
El pleito más ruidoso, seguido por don Andrés durante casi veinte años, lo motívó el pago de la cuenta con los pintores de los retablos. Andrés de las Heras había fallecido en 1652 dejando tres hijos menores. El primogénito se llamaba Juan Fermín y tenía nueve años. Quedaron bajo la tutela de su tío Juan de las Heras menor. hermano gemelo de Andrés. Llegado a la mayoría de edad Juan Fermín fue cobrando los plazos por la obra realizada por su padre y su abuelo. Todo marchó con normalidad hasta que don Andrés de Iruñuela vio en el acreedor una nueva víctima en su afán de intrigas.
En 1697 se le ocurrió que podía sisar quinientos ducados al heredero de loS pintores, alegando el incumplimiento de una de la cláusulas del contrato de 1647, la que determinaba la terminación de la obra en cuatro años So pena de perder aquella cantidad. Presentó la demanda. Juan Fer-mín conocía perfectamente la realidad y la solución de la querella. Por medio del procurador Juan de Garralda pidió el 17 de diciembre al tribunal eclesiástico que sacaran copia del primer pago hecho a loS pintores el 17 de noviembre de 1650, que dice textualmente: «Item, da por descargo doscientos veinte y tres ducados, dos reales y tres maravedises que ha dado y pagado a Juan de las Heras y Andrés de las Heras, padre e hijo, pintores, vecinos del lugar de Asiayn, por principio de pago a cuenta de la obra de pintura, dorado y estofado que los suso dichos han hecho en el retablo principal y cuatro colaterales para la parroquia del dicho lugar; constó por su carta de pago de 22 de diciembre de 1647. La nota demuestra que habían terminado e.J Compromiso antes de tres añoS y medio.
Falleció Juan Fermín el 15 de febrero de 1701 y heredó sus bienes la única hija superviviente, doña María Josefa de las Heras, esposa del licenciado don Antonio Lissón, abogado del Consejo Real de Navarra. Como el abad persistiese en su propósito de incordiar, el abogado pasó al ataque, logrando del vicario general don Domingo Pérez de Atocha una orden para clarificar las cuentas y retasar loS retablos.
Durante el verano de 1701 declararon los testigos Lissón presentó a dos maestros pintores que habían actuado en 1los trabajos de Garísoain: Pedro de Bariáin, natural y residente en Asiáin, juró que habían terminado la obra en dos años y medio poco más o menos. Pedro de Berasáin, residente en Redín, declaró que había estado pintando en Garísoain como aprendiz de las Heras, pero no recordaba el tiempo de duración de las obras. El abad Iruñuela presentó a cuatro feligreses, tres hombres y una mujer, mayores de setenta años. Declararon que los pintores habían estado en el pueblo trabajando más de cinco años. Lissón demostró que estos testimonioS eran falsos, presentando la partida de defunción de Andrés, acaecida cuatro años y medio después de firmar el contrato en 1647.
A la vista de las pruebas, Pérez de Atocha urgió la retasación (1702). Entonces el intrigante abad se negó a pagar a Lissón hasta que se cumpliera la orden del vicario general, ya que fueran tasados los retablos alegando que su parroquia carecía de fondos para costear el peritaje. Así pasaron doa años. A propuesta del licenciado, el vicario general don Francisco Ignacio de Aranceaga mandó a Iruñuela que pagara al acreedor y que presentara el libro de cuentas. El abad se limitó a presentar el libro pero se negó a los pagos diciendo que no había dinero. Examinadas las cuentas, el procurador Garralda descubrió las trampas hechas por el clérigo y le denunció como malversador de fondos. Además de incluir en los «descargoS gastos vanos y otros inventados, en la partida de ingresos defraudaba gravemente a la parroquia. Antes del pleito arrendaba la primicia normalmente por más de setenta ducados anuales. Desde 1700 solamente ingresaba por este concepto treinta ducados. El hecho era tan cierto como grave, y así lo reconocieron el vicario general y el visitador don Juan Jiménez de Leorín.
En lugar de amonestar y castigar al culpable del fraude, los superiores se limitaron a ordenar al abad que anunciara con tiempo la subasta de la primicia y que pusiera un cepillo cerrado con llave para recoger la limosna de los fieles y pagar con ella la deuda de los pintores (1705). Repetida la orden de retasación, Iruñuela nombró al pintor Francisco de Aranguren, vecino de Pamplona. Lissón no lo aceptó y propuso al vicario general que nombrara directamente a los dos maestros. Don Andrés terminó presentando a Miguel de Berasáin, y don Juan Francisco de Azcona, oficial principal del obispado, a Juan de Esparza, vecino de Asiáin.
Nombrados los peritos y repetida por cuarta vez la orden de proceder a la valoración, Iruñuela siguió dando largas. Conocemos dos cartas escritas por el licenciado Lissón a su contrincante los días 25 de marzo de 1706 y 3 de julio de 1708, que revelan las diferentes actitudes y psicología de ios protagonistas. Iruñuela está empeñado en demorar la tasación, los pagos y el pleito, aduciendo siempre la falta de dinero. Don Antonio desea sinceramente acabar con una situación enojosa que sirve de discordia, propone soluciones, envía estipendios para misas al abad, le hace piadosas reflexiones con motivo de las desgracias, e incluso le invita a gozar ocho días alegremente» durante los sanfermines, poniendo a disposición del párroco su casa de Pamplona. La cordialidad del abogado chocaba contra la cerrazón de su rival, y siguieron transcurriendo años entre papeleos estériles.
Llegada la primavera de 1711, Lissón creyó llegada la hora de proceder a la valoración de los retablos. Escribió al abad y solicitó permiso del obispado. Surgió entonces nueva dificultad. Miguel de Berasáin había muerto. Iruñuela debía nombrar un sustituto. Presentó a Pedro de Landa, pintor vecino de Riezu. Tras un momento de vacilación, don Antonio lo aceptó y escribió al párroco que los maestros llegarían el día 3 de diciembre por la noche, pidiéndole que tuviera preparados los andamios.
Como estaba previsto, el día de San Francisco Javier llegaron a Garísoain, Landa y Esparza con un notario. Su presencia puso de tan mal talante a don Andrés, que se sentó a la mesa, tomó pluma y papel y redactó una carta violentísima, acusando al licenciado de no haber enviado su comunicación por correo, de no haberle puesto al corriente de la decisión el día que estuvo en la capital, de no cumplir su palabra de sustituir a Esparza por un maestro de Tudela o de Viana, y otras cosas más. La respuesta de Lissón transciende el señorío de su alma y una cierta guasa de letrado que se las sabe todas.
Los pintores realizaron su quehacer, miraron, midieron, valoraron los retablos pieza por pieza, y redactaron su informe diciendo que calculaban su importe en 48.660 reales. Cuando Iruñuela se enteró del resultado, debió experimentar una de las mayores satisfacciones de su atormentada vida. Existiendo una primera tasación, la de 1697, estimadora del valor en 62.168 reales, el nuevo dictamen suponía para el heredero de las Heras una pérdida de más de 13.500. Pagó a Esparza y Landa sus dietas y espórtulas a razón de los ducados diarios, y esperó la reacción del licenciado.
Don Antonio quedó sorprendido. Era presumible una diferencia en las apreciaciones, y lógico que hubiera sido favorable al acreedor, dada el alza de los precios de materiales y mano de obra experimentada durante más de sesenta años transcurridos desde la terminación de la obra. Sin embargo sucedía todo lo contrario y en unas proporciones tales que le parecieron inadmisibles. Recurrió al tribunal diocesano pidiendo que mantuviera la primera tasación. El vicario general no accedió (15 de septiembre de 1712).
Contra la sentencia recurrió Lissón a Roma, presentando , libelo de apelación ante el sagrado tribunal de la Rota. Nombró su apoderado a don Francisco Navarro, capeJlán del convento pamplonés de las Agustinas Recoletas de San Pedro, y confió la gestión a dos agentes españoles en la corte pontificil y residentes en ella. El 20 de enero del año siguiente, Clemente XI expidió un rescripto por el que delegaba en el vicario general de Tudela o en cualquir otro juez sinodal la vista de la causa en segunda instancia. Fue designado el prior de la catedral de Pamplona, don Pedro Martínez de Artieda. Transcurrieron tres años sin poder llegar a una solución.
Intervinieron mediadores, y los dos rivales acordaron poner fin a la contienda por medio de un arbitraje. Los licenciados don José de Iruñuela y Baquedano, vicario de San Lorenzo de Pamplona, y los del Consejo Real, con Joaquin de Elizondo y don Diego de Olagüe pronunciaron su dictamen el 5 de agosto de 1716, fijando el precio de la pintura en 53.000 reales, de los que había de restarse la quinta parte, según estaba convenido en eJ contrato. La parroquia pagaría las espórtulas o derechos de los jueces, Al vicario de San Lorenzo le darían cuatro libras de buen tabaco -dos cada parte litigante-, y cien reales a cada uno de los abogados seglares. El pleito había terminado. Había supuesto a la parroquia un desembolso superior a los ciento sesenta ducados.
Todavía no estaba concluído este larguísimo debate, cuando IruñueJa empapeló en otro litigio a los dos maestros tasadores. Les había pagado un jornal de veintidós reales diarios más las dietas. El vicario general Azcona dio por bueno el gasto el 6 de junio de 1614, pero el 9 de septiembre, don Bartolomé García Delgado fijó en dieciséis reales la soldada, restó de las cuentas presentadas por el abad la diferencia, y ordenó que los pintores la devolvieran, so pena de excomunión. En vano declararon los dos maestros que habían percibido los honorarios acostumbrados. El vicario se mostró intransigente y condenó a los oficiales a reintegrar el dinero en el plazo de quince días, so pena de incurrir en censuras, de ser publicados como excomulgados y evitados de los oficios divinos y del consorcio de ios fieles.
«Cría cuervos, y te sacarán los ojos». Lo malo del dicho popular está en que sea uno quien los críe y otro inocente quien experimente los picotazos. Suele acontecer que quien vive sembrando vientos lega tempestades a sus herederos. Así sucedió con nuestro abad. Después de una vida de pendencias e incordios, amargando y arruinando al prójimo con denuncias y procesos, su testamento fue colofón reportador de sinsabores y dispendios para sus sobrinos herederos, a la hora de costear las mandas de misas y sufragios encargados por el eterno descanso de su alma.